El camino ¿puede hacerse sin pan? Moisés invitaba al Pueblo a hacer memoria de su itinerario desde el momento en que su vida cambió de modo crucial. Habían abandonado Egipto, el lugar donde vivían desde varias generaciones, donde tenían sus hogares, su trabajo y su pan diario, pero también la opresión y la esclavitud, para ponerse en camino hacia donde no sabían exactamente, por un camino que desconocían, y con recursos precarios, aunque con libertad. ¿Por qué no puede ser legítima la sumisión y la renuncia a ciertos derechos con tal que se nos procure el pan cotidiano a su hora?
A pocos pasos de penetrar en la Tierra Prometida, la que había sido ofrecida mejorando el imperio de los faraones, donde, aunque bajo un yugo déspota, pertenecían a un magnífico proyecto amparado por un poder sin rival, llegaba el momento para recapitular y avivar el recuerdo de lo caminado. Pero tal vez la memoria saltase de los cuarenta años y avanzase más atrás hasta el punto de contrastar lo que perdieron y lo que habían conseguido, lo que tenían y a lo que habían renunciado. El cambio mayor en su nueva forma de vida había sido el del soberano: del faraón divinizado, hijo de los dioses, al Dios de sus padres, el que Es. El primero les obligó a la obediencia con la amenaza de la espada y ellos obedecieron. Interesaban para los fines del imperio con mano de obra dócil y barata. Es paradójico que trabajasen para la construcción de ciudades para albergar el grano, para garantizar la comida. Ayudaban a alimentar al gran país y el país les recompensaba con esclavitud, trabajo precario y limitación de su crecimiento… hasta el infanticidio. Los egipcios temían por su integridad, un pueblo libre es un pueblo crecido, una entidad grande y podía poner en peligro la grandeza de su construcción política y la hegemonía de sus dioses (que en última instancia garantizaban su poder). El nuevo soberano, no hombre divinizado, sino realmente Dios, los liberó de un poder inferior, y los condujo hacia un lugar donde vivir en paz y abundancia. Ahora bien, su marcha hasta esa tierra de la promesa no estuvo exenta de rigores, severidades e incertidumbres, hasta el punto de dudar de cuando en cuando si había sido una buena idea abandonar Egipto. La intemperie del desierto deja más desprotegidos que el abrigo de un poder acreditado por dinastías y dinastías, aunque será tiránico. La vida en Egipto estaba defendida y garantizada por su poderoso ejército, la del desierto, por la confianza en un Dios protector capaz de hacer brotar agua de las piedras y hacer llover pan del cielo. El punto crucial para la memoria de la providencia divina o de los recursos imperiales del faraón son la comida y la bebida.
Hagamos memoria no solo del pan alimento, sino del lugar de donde viene el pan y del modo como lo conseguimos, cómo y con quién lo comemos, si nos preocupa que les llegue a todos y aquello para lo que nos capacita. ¿Merece la pena un pan para la esclavitud, aunque se tenga a hartar? ¿Se compensa el pan de la libertad por el riesgo del camino peligroso y precario? ¿La Tierra de la Promesa es suficiente para recompensar los sufrimientos de la travesía por el desierto?
Las preguntas pueden resolverse en la antonimia Faraón – Dios, el que somete y el que libera, el que provoca una vida sedentaria en una rutina conformista o el que azuza a aventurarse como lugares peligrosos, pero dice: aquí estoy contigo para darte tu pan y salvarte. Los antagonistas del Pan vivo bajado del cielo, Jesucristo, siguen existiendo al modo de faraones remozados. Invita a la aventura de la vida para la libertad y del pan, que es Él, que llena de sentido cuanto vivimos y cuanto comemos, porque comiéndolo nos hace partícipes del proyecto de su Cuerpo.