Mt 18,15-20: Si te hace caso, has salvado a tu hermano.
La consecución de la casa soñada no garantiza la cordialidad del vecindario. Y un buen vecino es un tesoro, que asegura a alguien que se preocupará por tu casa casi tanto como por la suya propia. Nos fuimos pocos, tiempo atrás, los que nos criamos en varias casas de la calle.
El vecino del cristiano recibe el nombre de prójimo. Nuestros mayores en la fe utilizaban el nombre de “hermanos” y la Iglesia se configuraba como “fraternidad”. Las palabras de Jesús en el evangelio de este domingo parecen reflejar ciertas situaciones en el seno de las comunidades cristianas primitivas. La ofensa recibida puede dar lugar a diversas actitudes: las vísceras reclamarían ira, rencor, resentimiento e incluso venganza; es posible que un entrenamiento estoico se contentase con mostrar indiferencia ante el ofensor y renunciar a todo interés por él. La propuesta de Jesús busca el bien del otro, opta por el amor.
Con frecuente facilidad, el agravio empuja hacia la inercia donde el dolor puede convertirse en el centro de preocupaciones del agraviado. La injusticia nunca es oportuna, el enclaustramiento en torno a la ofensa recibida tampoco. Por supuesto jamás habrá que renunciar a la justicia, pero, para ello, Jesucristo propone el amor, la preocupación por el otro, la búsqueda de su salvación. Lo concreta en una acción claramente delicada: la corrección del hermano y muestra un itinerario por grados donde en todo momento se persigue su salvación. Incluso la exclusión de la comunidad, más que como castigo, habría que interpretarla como el último recurso para que, viéndose apartado de la vida familiar (del vecindario), encuentre nuevos motivos para plantearse su posición y abrirse a la reconciliación.
Solo el amor, que mira más allá de la herida, permite un gesto de la más alta calidad: preocuparse por la felicidad del otro (incluso ofensor) más que por el daño recibido. En esta acción se está nombrando a Cristo, se está haciendo presente (y ahí está Él en medio), se está refrescando en la realidad cotidiana la misericordia del Crucificado, se está forjando la fraternidad cristiana que es la Iglesia.
No siempre pueden elegirse a los vecinos. Sí puede elegir cualquiera el tipo de vecino que quiere ser, la clase de cristiano en la que quiere que sea fraguada su vida, hasta qué punto quiere ser vecino del Maestro de la misericordia.