Mt 5,1-12a: Vuestra recompensa será grande en el cielo.
Nada en el Evangelio es amargo. O, en positivo, todo en Jesús es dulzura. Si cabe, más aún sus palabras en las que nos habla de su relación con el Padre y de nosotros con Él. La enseñanza de la intimidad con Dios manifiesta las entrañas divinas y, adentrándose en su corazón, ¡quién podrá encontrar amargura en Dios! Jesús subió a la montaña para derramar dulzura con nombre de bienaventuranzas.
La propuesta suponía un desafío a la cordura del mundo, una rebeldía contra los yugos pesados, un reto para la vida cristiana: desconcertando y maravillando a la vez. Uno se imagina aquel monte donde jamás pudo verterse más enseñanza e intuye detalles: una alfombra espesa de hierba fresca, una brisa agradable, una fragancia de alegría… En aquel tiempo Jesús subió a la montaña. En los labios del Maestro, pobreza, sufrimiento, llanto, hambre misericordia… romperían las barreras de lo inmediato para llevarnos hacia lo eterno.
La promesa quedaba consolidada para los que tenemos fe. Pero, a la hora de recoger de la montaña el corazón de Jesús esparcido en las bienaventuranzas, te das cuenta de que, a poco que apriete el sol, secará toda la hierba, y a poco que sople el viento, acabará con la brisa y anulará la fragancia. Entonces, aturdido por parecer que la montaña hecha de bienaventuranzas pierde encanto, se buscarán bellezas más adentro, como escarbando, abriendo tierra de monte. Pero en el intento no se encuentra más que piedra, piedra bruta, y más piedra, seca y árida como una calavera, como un monte Calvario. Y aquel monte bienaventurado que tanto prometía, deja de ofrecer dulzura, para saber a fraude. Fraude de roca estéril sin ánimo de vida.
Y ahí podría dejarse la cosa, si no quedase fe en Dios y su Hijo. Quien nos ofreció la vida eterna, ¿cómo va a defraudar? Darse de golpes contra las piedras sólo abre heridas y afianza la incomprensión y la desesperanza. Si Dios no defrauda, habrá que sacar bienaventuranza, aunque sea a fuerza de piedra.
La roca tomada en bloque, es indomable; como las manos de Dios quedan impotentes ante nuestro barro seco para ser moldeados por Él. Pero el Espíritu también se mete en la piedra y, recogida a trozos, es dócil a los dedos creadores. ¿No se quebraron peñascos para construir hogares?, ¿no se rompieron montañas para elevar iglesias y catedrales?
La bienaventuranza no está en la hierba sobre la que creíamos que podíamos retozar perennemente, sino en la roca sin encanto que el Espíritu movió para ser arrancada y después configurada en nueva construcción. Así la bienaventuranza se desplaza a la casa, al trabajo, a la iglesia… porque nos la apropiamos, sentimos su peso, y el Espíritu de Dios que la aligeraba, para construir con solidez lo que con hierba nunca se habría podido.
El santo aprendió el mensaje de las bienaventuranzas y así nos lo ha transmitido, desde su fe, desde su vida, desde sus calamidades y triunfos, y de una forma No encontró satisfacción definitiva en lo somero, sino en la piedra que destinó a edificar en el Señor. Piedra áspera, a veces, con limitaciones, pero piedra en el Señor. Aquí reside la sabiduría de Cristo y cobra sentido de hondura la pobreza, el sufrimiento (el sufrimiento, el sufrimiento...), el llanto, el hambre y sed de justicia, la misericordia, la limpieza de corazón, el trabajo por la paz, la persecución por la justicia y las injurias por Cristo.