Sof 2,3;3,12-13: Buscad al Señor los humildes de la tierra.
Sal 145,7.8-9a.9bc-10: Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Co 1,26-31: Lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios.
Mateo 5,1-12a: Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Tierra sobre tierra en cantidades de gigante provocará una colina, un monte, una montaña. Cuanta más tierra más montón, más altura… y no deja de ser tierra, aunque llegue a nivelarse con las nubes. La historia sagrada nos invita a subir al monte cuando el sacrificio de Isaac (el monte Moria), la alianza con su pueblo (Sinaí/Horeb), el solar del templo (Sión), donde el Dios venció contra Baal (Carmelo), donde Jesucristo se transfiguró (Tabor) y murió (Calvario). También tradiciones antiguas ubicaban el Paraíso en un monte (el destierro de él por el pecado supuso descender al valle, al “valle de lágrimas”). Tanto monte tiene su explicación en que resulta un lugar privilegiado, ya desde muy antiguo e incluso en el mundo externo a la Biblia, para el encuentro con Dios. Por una parte eleva acercando al cielo, por otra permite que el pie siga tocando tierra. Es, por decirlo de otro modo, un espacio donde el creyente busca a Dios y Dios, que ya había salido antes en su búsqueda, se deja encontrar.
La búsqueda les compete sobre todo a los humildes, los que esperan encontrar más allá de sí mismos. El origen de la palabra “humildad” nos remite de nuevo a la tierra, al “humus” (de la lengua latina), que no es cualquier terruño, sino uno fértil. Con monte y humildad, ambas realidades hechas de tierra, nos acercamos por medio de una búsqueda, que es una apertura receptiva y sensible a la novedad y a la sorpresa. Jesucristo innova y sorprende con bienaventuranzas, semilla que deja sembrado toda tierra que las quiera acoger.
Arrojada la simiente bienaventurada choca contra nuestra tierra causando asombro. Primero porque le sienta muy bien a la tierra. No pocas veces a la tierra le apetece el cielo y quiere como volatilizarse ausentándose de su lugar y su tiempo concretos. El Señor no pronuncia principios generales o abstractos, ni tópicos un tanto confusos (pacifismo, lucha de clases…), sino que mira a personas concretas, donde su condición terrena los ha dejado, por su fragilidad y la vulneración de dignidad, en una disposición de apertura, si no se han endurecido por el resentimiento, que permite que el Espíritu de Dios penetre para hacerlos fecundísimos. Tanto como para ser los herederos de la cosecha divina en el campo humano: el Reino de los cielos. El agua del Espíritu Santo dejó preparada la parcela para que la semilla encontrase alimento, y seguirá alimentándola. También al humilde le corresponde contemplar al bienaventurado como un monte reverdecido en hierba, tallo y flor. Como no se puede contener el olor del campo, el aroma de un retazo florido o su belleza, tampoco el vigor de las bienaventuranzas. Es conveniente memorizarlas al modo de una sementera, para recordarle al oído y no dejar de sembrar. E ir acostumbrando a los sentidos a aspirarla, a contemplarla, a palparla… en la búsqueda ininterrumpida de quien ya ha encontrado pero quiere continuar hacia su fuente, que es inagotable. Un campo germinado así no tiene necesidad de más elevación, porque ya tiene al cielo consigo. El Espíritu de Dios se percibe concreto en cada verdor y color, en cada calidad de vida surgida de la tierra. La frescura de la nube elevada ha calado la tierra humana.
Tal vería san Pablo en las asambleas cristianas de sus comunidades. Allí no asomaban aristócratas ni poderosos ni ricos ni sabios, sino gente humilde, de la tierra parda, donde Dios obraba maravillas porque del humus de la condición humana agradecida a Dios (y la Eucaristía es una acción de gracias) hace brotar cualquier maravilla divina. ¡Ay, y nosotros todavía anhelando baratija de engañosa altura, mientras el Altísimo se ha derramado todo en nuestro suelo y nos sabe a bienaventuranza!