Hch 2,1-11: Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse.
Sal 103,1.24.29-34: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
1Co 12,3b-7.12-13): Hermanos: Nadie puede decir: «Jesús es Señor», sino por el Espíritu Santo.
Jn 20,19-23: “Recibid el Espíritu Santo”.
El Señor ha cumplido su promesa. Hoy lo recordamos. Anunciaba su Paráclito, otro Defensor, el Espíritu Santo; y ya no encontraremos mejor regalo para la carne humana ni presencia más delicada de Dios en nuestras vidas. Delicada porque es sutil, suave, cotidiana, perseverante… Sutil porque no invade ni arrebata ni añade a la fuerza. Extirpa lo inhumano del corazón y promociona toda la belleza de la criatura. Se posa sobre cada uno hacia el que es enviado y va calando por los poros de nuestra condición para empaparnos todo de Dios.
El Maestro nos había hablado de Él, si no, no habríamos sabido de su existencia. Nos lo ha comunicado, si no, no habría llegado a nosotros y Dios habría permanecido eternamente lejano. Poderoso como una llama, que prende en lo pequeño y es capaz de hacer arder la tierra entera; fecundo como una paloma, que llena el cielo de sus crías, y es mansa, se acostumbra pronto a la mano humana. Cuanto toca lo acerca a Dios, lo hace resplandecer de divinidad, de vida divina.
El proyecto colosal de la humanidad de alzar una torre hasta las alturas de Dios tropezó pretendía grandeza sin Dios. La vecindad con el Santísimo no se alcanza porque nosotros nos alcemos hasta Él, sino porque Él ha descendido a nosotros. La construcción que olvidaba a Dios, terminó por generar división. El oído que se abre para recibir del otro su corazón mediante sus palabras, se vio inútil, porque las bocas perdieron su concordia y renunciaron a la unidad: cada uno pronunciaba en particular, individualmente y así no había modo de comprensión. Babel frustró el propósito común de progreso, porque apartó al Espíritu Santo que es el único que puede unir a los humanos y hacerles avanzar.
Otro nuevo proyecto, ahora iniciado por Dios, elevará un hogar que no pretende llegar hasta las nubes, sino que sea Dios el que viva allí. Nace la Iglesia del amor de Cristo en su costado abierto y a impulsos del Espíritu Santo se convierte en Iglesia viva. Allá donde vaya el Espíritu habrá transformación maravillosa. Convierte la división de lenguas en diversidad de expresión inteligible: donde hay proclamación de las obras de Dios, hay entendimiento. Cambia la Iglesia temerosa en misionera. Transforma la ignorancia de los apóstoles en sabiduría de Dios; la carne que tiembla en tierra valiente; la añoranza de las cosas pasadas en esperanza de futuro; la oscuridad de los ojos en fe en nuestro Señor; la rebeldía en vitalidad al servicio del Reino; la tristeza por el fracaso en alegría por las nuevas oportunidades inagotables; el daño y su herida en bálsamo de misericordia; las manos torpes del presbítero en instrumento para que llegue el Espíritu al corazón del que se arrepiente y perdone sus pecados.
¿Has sentido ya como el Espíritu de Dios transforma tu vida? El permanecerá silencioso, siempre discreto, pero provocando revolución desde lo más íntimo, dejándose reconocer por los frutos donde la siembra de Dios fue regada y fecundada por Él. El Señor ha cumplido su promesa y ya no podremos desear ni pedir nada más delicioso, más provechoso, más divino: que Dios nos envíe su Espíritu y, mano a mano con Dios, renueve nuestras vidas, renueve la faz de la tierra.