Dt 6,2-6: Tema al Señor, tu Dios, guardando todos sus mandatos y preceptos que te manda.
Sal 17: Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza.
Heb 7,23-28: …Lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.
Mc 12,28-34: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón”.
Un escriba se acercó a Jesús y le pidió uno, pero Él le dio dos. El escriba era un profesional de la Ley judía, encargado de estudiarla y enseñarla al pueblo. Ley o Torah en hebreo es el nombre que reciben los cinco primeros libros de las Escrituras. Los preceptos allí recogidos corresponden a una sociedad antigua y sencilla; conforme las relaciones del pueblo de Israel se fue sofisticando por tratarse de un grupo más complejo con circunstancias nuevas, se entendió como necesario que hubiese personas que se dedicasen a un estudio profundo de la Ley de Dios para dilucidar una respuesta consecuente ante situaciones novedosas. Lo que primeramente correspondía a la clase sacerdotal, fue ejerciéndose cada vez más entre laicos piadosos, conscientes de la responsabilidad de ser fieles a la Palabra de Dios para servicio de la vida del pueblo. Su labor dio lugar a un entramado de leyes con pretensión de atender incluso a nimiedades de la vida doméstica. La fidelidad a la Palabra divina se deterioró para centrar los esfuerzos en fidelidad a la letra de la ley, perdiendo en gran medida la principal referencia: el amor de Dios por los hombres y de estos hacia Dios.
Cuando aquel escriba interroga a Jesús parece esperar una respuesta obvia que habría de tener más que sabida. El jurista moderno conoce sobradamente que el rango preeminente de la legislación nacional es la Constitución. ¿No sabría aquel buen hombre que el amor a Dios sobre todas las cosas es el principal de los mandamientos? Parece, por tanto, que su pregunta estaría motivada por algo diferente a una obviedad. Los especialistas se hacen preguntas de finura, a lo que difícilmente alcanzan los no entendidos. ¿A dónde querría llegar este maestro al acudir al Maestro? Tal vez buscaba alguna clave para desmadejar la maraña de preceptos a los que habían dado lugar siglos de especulación casuística. El afán por llegar al milímetro habría podido desdibujar las razones de la medición. Podría entenderse que una ley incumplida o, peor aún, despreciada, tenía la capacidad de dar al traste con todo el sistema. Jesús ajusta el enfoque que permite dar sentido a cualquier norma o pauta de decisión. El escriba le pedía uno, pero Él le dio dos; dos principios por los que ha de velar cualquier de las leyes y de los cuales han de partir como origen indiscutible: el amor a Dios y al prójimo. Presenta lo originario, las raíces y fundamento, sin hacer más que dirigirse a las mismas Escrituras, objeto del esmerado estudio de los escribas.
Por un lado, parece que Cristo pide ir a lo esencial y, ciertamente, lo único necesario, evitando el derroche de fuerzas inútiles en sutilezas legales que, más que ayudar en la relación con Dios y con los demás, cargan pesadamente y oprimen. Por otro lado, da el criterio de verificación para cualquier decisión, especialmente las más relevantes: esto que voy a elegir, ¿lo hago por amor a Dios?, ¿me acerca más a Dios?, ¿en qué beneficia a mi prójimo? Además, la pregunta por el Primero lleva aneja la por el segundo. Es decir, no puede hacerse nada por amor a Dios que realmente perjudique a las personas, ni nada verdaderamente bueno para alguien puede atentar contra el amor a Dios. No hace falta irnos a la legislación bíblica, ni a la civil del Estado, cada uno tiene sus propios criterios legales, que no han de disonar de los anteriores. Somos legisladores particulares en la medida en que nos regimos por unos criterios propios (se espera que iluminado por la Palabra de Dios y orientados por le ley estatal) que nos ayudan a elegir. Si anticipamos el particular provecho al amor a Dios obtendremos una decisión egoísta, que aleja de Dios y deteriora la comunión social. Sería interesante aplicar también este discernimiento a las mismas leyes del mercado por las que nos dejamos llevar sin plantearnos por su moralidad.
La Ley divina se había hecho carne en Cristo. Se apropió de aquel viejo oficio que acabaron abandonando los sacerdotes antiguos: interpretar la ley para la vida del pueblo (lo que asumieron los escribas). La vida del Señor era legislación, su pasión y su muerte, la culminación del mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Legislamos mientras vivimos y nos hacemos testimonio de la predilección por Dios y sus hijos o por el olvido de ambos.
Creo que no pocas veces aquel escriba nos aventaja. Apabullado, posiblemente, por tanto preceptillo de asuntos mínimos, buscó ayuda en otro Maestro. De cuando en cuando, ya no los árboles, sino las mismas malezas, impiden ver el bosque. Cristo orienta la perspectiva, no sea que justifiquemos como de Dios aquello que se opone a Él, no sea que legitimemos la injusticia que olvida al hermano, a nuestro prójimo hacia el cual el Altísimo nos ha dado la responsabilidad de velar por él, como si a su propio Hijo se lo hiciésemos.