1Re 19,4-8: Con la fuerza de aquel alimento, caminó hasta el monte de Dios.
Sal 33: Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Ef 4,30: Vivid en el amor como Cristo.
Jn 6,41-51: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo.
Qué duro cuando se pasa hambre severa y, peor aún, cuando no hay expectativas de pan a corto plazo. Pero no por eso puede echársele al estómago cualquier cosa.
El profeta Elías bajó del monte Carmelo lleno de éxito. Mientras sus paisanos había entregado su corazón a los diosecillos, los baales, él mostró ante ellos, mediante un prodigio portentoso, que el único es el Dios de Israel, el Dios de sus padres. Sin embargo este logro no le valió para resistir al rigor del camino por el desierto y se deseó la muerte. El pan inesperado venido del cielo le dio fuerzas para continuar con su travesía hasta el Horeb, el monte de la Alianza, donde el Dios que le había enviado el pan le encomendó una especial misión. Lo que con sus fuerzas resultaba irrealizable, lo consiguió con el alimento que Dios le había procurado.
Acostumbrados a comidas con potenciadores de sabor para estimular el gusto, resultará cada vez más difícil preferir el pan, pan; el que sabe a lo que es y no a lo que se disfraza. El Maestro no quiso disfrazarse de dispensador de pan gratuito para las multitudes, sino que obró como Hijo de Dios conmovido por la situación del pueblo, que andaba como ovejas sin pastor, y que necesitaba pan para no desfallecer. El pan multiplicado era ofrecido como un signo del cuidado providente de Dios Padre. No quisieron entenderlo así y, por ello, las palabras de Jesús que habla de sí como Pan de Vida les resultaban incomprensibles y perdieron interés por lo que les ofrecía.
El hambre que vuelve a nuestro cuerpo una y otra vez delata la preocupación que tiene el cuerpo por vivir y nos lo hace saber. Nadie se escapa. El hambre de plenitud también es común y nos deja en búsqueda de lo que satisfaga esta demanda, porque todos hemos sido llamados para ser hijos de Dios. Solo en Dios encontraremos lo necesario para saciarnos, pero no esperemos un pan cómodo ni fácil. Se trata de un alimento áspero, pero exquisito; gratuito, pero exigente, que nos lleva a comprometernos con lo que ese Pan es: pan de perdón y amor a los enemigos, de renuncia al amor propio y apertura confiada a Dios, de comunidad de hermanos y distribución de los bienes, de justicia y de verdad… También nuestro cuerpo demanda pan bueno, pan vivo, pan de que vida. El hambre no descuida el discernimiento y la elección, sino, al contrario, nos hace más cautos y observadores para darle crédito a ese alimento. No busquemos, no tomemos otro que no sea este Pan que nos ofrece Dios, si realmente creemos que es Dios Padre el que nos lo da, el Padre bueno y providente que nos ha hecho vivientes para una vida de calidad divina.