Hch 1,1-11: “Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo”.
Sal 46: Dios asciende entre aclamaciones; el Señor al son de trompetas.
Ef 1,17-23: Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.
Mc 16,15-20: Ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
¡Qué alto se nos va Cristo! Hasta parecer inalcanzable… o para haciéndonos ver que es allí donde nosotros también tenemos que ir, donde el Padre nos tiene reservado un lugar realmente encumbrado.
Desde muy pequeños nuestros padres nos enseñaron a desear alturas. Nos sostenían en sus brazos, apoyaban sus mejillas contra las nuestras y nos besaban, nos elevaban por encima de sus cabezas, nos han sentado a la misma mesa… Y después, han participado de nuestros primeros pasos, pendientes de que las caídas no fueran excesivamente duras, nos han dejado ir (con hora de llegada), se han alegrado de nuestro logros, pequeñas o medianas cumbres escaladas. Han sido promotores y acompañantes de nuestro crecimiento, para llevarnos siempre a algo más. Nos acostumbraron a sentirnos en ascenso, ellos mayores, nosotros pequeños y no dejamos de aspirar a un ir a más. El encuentro con quienes son más (en experiencia, sabiduría, amistad con Dios… nos permite avanzar, al menos hasta donde están ellos, aunque en un camino que lleva su tiempo).
Los Once tuvieron un encuentro con Jesús resucitado mientras estaban a la mesa. Ya deja pistas el evangelista Marcos sobre dónde le gusta al Señor encontrarse con nosotros. A la hora comer los centenos se nivelan, ni el alto es tan alto, ni el bajo tan enano, a no ser por un despropósito premeditado que supondría crear mesas distintas (como se quejaba san Pablo a los corintios). No es que Cristo no se vaya a hacer presente en nuestra pequeñez, pero a veces pide que nos elevemos, al menos un poco, o un mucho, depende de qué esté pidiendo. La mesa compartida es signo de comunión; allí el corazón humano asciende y asciende, porque se une al corazón de Dios, que es comunión de amor.
Luego les deja tarea, mandando lo que debe para quienes quieran seguir creciendo. La noticia del Señor resucitado no la pueden contener cercada entre ellos; deben comunicarla, anunciando el Evangelio a toda la creación. Deben ser cauce para que cada hombre pueda tener esa experiencia personal de que Cristo realmente está vivo y revoluciona con Vida de resucitado la vida propia.
Surgen algunas preguntas a raíz de las palabras del evangelista: “El que crea y se bautice, se salvará”. ¿Podrá creer el que no haya experimentado que Él realmente vive? ¿Se dejará transformar para crecer con su mensaje de salvación? Cuando no crecemos en Cristo, aumentamos en paradojas: llamarse cristiano sin conocerlo a Él, recibir el bautismo ignorando la salvación que nos trae. ¿Nos acompañan a nosotros, cristianos esas señales de las que habla Marcos que muestran la presencia poderosa de Dios en sus hijos, capaces de vencer al mal, no amedrentarse ante los peligros, ser mediadores para la salud?
Uno de los peligros del creyente consiste en creerse ya suficientemente crecido en vez de en transformación progresiva y continua. Esto nos llevaría a renunciar a que el Señor nos vaya cotidianamente elevando con su Espíritu, no dejándole trabajar, por no dejarnos interpelar por su misericordia, alimento de enjundia que nos nutre y hace crecer.
El progreso cristiano, su crecimiento, depende, no solo de lo que recibe, sino también de lo que da. Nada más ascender al cielo el Señor, los Once “salieron a predicar por todas partes”. Haberse reservado el Evangelio para ellos, los habría empequeñecido. Crecer en la relación con Cristo va de la mano con trabajar para hacer crecer a la Iglesia, la familia de los que creen en el Señor muerte y resucitado, en la morada del Espíritu, que nos lleva a la gloria, a las mismas alturas de Jesucristo sentado a la derecha del Padre. Como el Padre lo ha hecho crecer hasta su nivel en su humanidad glorificado, así, por el Hijo, nos hará también a nosotros elevarnos si nos dejamos amar y amamos como Él nos pide.