Ez 17,22-24: “Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré”.
Sal 91: Es bueno darte gracias, Señor.
2Co 5,6-10: Llenos de confianza y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor.
Mc 4,26-34: El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra.
Hablemos sobre lo grande y lo pequeño, hablemos, porque de eso nos habla el Señor. Si contásemos con el parecer de nuestros ojos y con el razonamiento más lógico y preciso, preferiríamos lo ya hecho y desarrollado, lo que ha prosperado y ocupa su lugar, aceptado y entendido. ¿Cómo preferir uno de los brotes tiernos de sus ramas al árbol mismo?
Parece tener Dios afán por sorprendernos con aquello que no escogeríamos, lo pequeño, lo que acaba de comenzar, lo que todavía no sabemos si saldrá adelante.
Primero hay que considerar que el Señor busca constantemente la renovación. Lo que representa al Pueblo de Israel en la lectura de Ezequiel, el alto cedro, podría decirse también de nuestra Iglesia y, por extensión, de cada uno de nosotros. Se nos invita a mirar a lo que acaba de brotar para hacer algo nuevo. El retoño surge del mismo árbol, por lo que se respeta su identidad y su historia, pero es desgajado de este mismo árbol para iniciar algo nuevo. Esta acción es traumática: ser arrancado de su lugar originario, lo que no debe llevar a olvidar que el Señor guía los acontecimientos para que lo que comenzaba como un fracaso, triunfe portentosa e inesperadamente. Su condición frágil lo convierte en más necesitado de la protección de Dios y, además, una vez crezca y se consolide, prestará servicio a otros, como el árbol a las aves para que se posen y aniden, será un lugar de encuentro y de vida. ¿No estará Dios interesado en que continuamente tengamos presente nuestra fragilidad para poner la confianza en Él, dejarnos arrancar y plantar tantas veces como quiera y así demos más vida? Esto lo podrá hacer y lo hará donde nosotros no veamos posibilidades o nos topemos con un acontecimiento doloroso y desagradable en el que se manifieste nuestra debilidad. La experiencia de las limitaciones de nuestro cuerpo puede frutarnos terriblemente, llevarnos a la búsqueda de sustitutos engañosos o, en armonía con la segunda lectura de la Segunda carta de san Pablo a los corintios, esperar para vivir en el Señor; aguardar y trabajar por la resurrección.
La lectura del Evangelio recoge esta imagen silvestre para aplicarlo al Reino de los cielo y subraya otros matices. Primero, el Maestro llama la atención por lo misterioso del proceso del crecimiento. El sembrador no sabe cómo una pequeña semilla puede desarrollarse para convertirse en espiga que es cosechada. La intervención humana es fundamental, pero no es la prioritaria ni la decisiva, sino la de Dios que sí sabe, porque Él es creador, la dinámica interna de las cosas y la tiene en cuenta. Después insiste en que lo diminuto se puede convertir en algo grande también lugar de acogida para la vida, como el arbusto de la mostaza, que parte de una semilla casi invisible a la vista, y culminará siendo cobijo para las aves y alimento para los hombres.
Que Dios haga nuevas todas las cosas, que nos renueve a nosotros, que no nos aferremos a lo ya hecho, afianzado, longevo… ni consideremos nada acabado. Es el Espíritu el que renueva a su Iglesia, nos renueva a nosotros para darnos vida nueva y que seamos espacio suyo donde puedan encontrar acogidas otras vidas que buscan al mismo Señor que nos ha salido al encuentro.