Jos 24,1-2a.15-18: “Yo y mi casa serviremos al Señor”.
Sal 33: Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Ef 5,21-32: Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano.
Jn 6,60-69: “El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada”.
Josué quería dejar las cosas claras antes de que él, su familia y el Pueblo de Israel entraran en la tierra de la promesa: debían decidirse por qué dioses servir, que, en un modo amplio significaba escoger el tipo de vida que querrían tener. La relación con unos dioses provocaba una forma diferente de entender el mundo y de vivir.
Se plantean tres alternativas. Primero, el servicio a los dioses tradicionales, de sus antepasados, que ofrecen la seguridad de lo antiguo, de lo que siempre ha sido así, de lo que dio consistencia a la fe de los mayores y supone como una vuelta a los orígenes, rechazando, al menos en parte, la actualización a las nuevas circunstancias. Segundo, la asimilación de los dioses de los pueblos cananeos con los que van a convivir y que permitiría una integración más fácil con sus nuevos vecinos, aun a riesgo de perder su identidad. Tercero, el servicio del Señor que les ha sacado de la esclavitud de Egipto y los ha llevado hasta aquella tierra. Es un solo Dios, único y personal, no son dioses diversos, como en las otras dos opciones, un conjunto de divinidades genéricas con las que solo se puede tener una relación a distancia. Este es el Dios que los ha acompañado en su historia y que ha hecho para ellos signos prodigiosos, pero que también les ha hecho padecer hambre y sed en un largo camino por el desierto. El Dios del que han murmurado, con el que se han enfadado, ante quien se han arrepentido, el que los ha perdonado… un Señor vivo que les ha hecho crecer como pueblo y personalmente, que se interesa por cada uno, pero también les exige y se enfada con ellos y les pide cuenta de sus actos. Este Dios es mucho más exigente, porque los ama. Josué, su familia y todo el Pueblo de Israel escogieron al Señor, aunque la fidelidad a este Dios pasara por momentos dispares de cercanía y distancia, de reconocimiento y olvido hacia Él, que siempre se mantuvo fiel.
La antífona del salmo: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”, invita a decidirnos por el único Dios desde la experiencia de lo que ha hecho en nuestro pueblo en nosotros mismos, el gustar, para pasar después a la reflexión, el ver, que consolida lo experimentado.
Los judíos gustaron el pan multiplicado con el que comieron y Jesús entabló con ellos un diálogo, para que gustasen las maravillas de Dios, de liberación del pecado, de vida, en el pan de su carne y su sangre. La presencia de un Dios personal nos lleva a una relación en nuestra propia historia, donde la amabilidad de ciertos momentos se alterna con otros áridos, reconfortantes, oscuros… Y es cada uno de ellos Dios sale al encuentro como amigo, como alimento. Les pareció duro ese modo de hablar de Jesús a sus interlocutores. Un Dios que no nos interpele ni nos azuce para progresar es menos molesto; un Dios que no hace pensar, tampoco incordia. La consideración del cuerpo de Cristo, el gustad y ved de la Eucaristía, nos conduce a una relación con Dios muy estrecha y a una comprensión de nuestra vida de mayor hondura. Los más cercanos a Jesús, aunque seguramente desconcertados por su modo de hablar de esta carne y sangre suya como alimento, no lo abandonaron, aunque sí lo hicieran los demás. Hasta su muerte y resurrección y el envío del Espíritu no entendería; tal vez el gusto les mantuvo fieles hasta que pudieron ver, porque encontrarían en Jesús, como revela Pedro, palabras de vida eterna; un manjar de la mejor calidad que todos entienden en el paladar, aunque no se sepa a veces exactamente por qué.