Is 9,1-6: Un niño nos ha nacido.
Sal 95: Hoy nos ha nacido un Salvador: El Mesías, el Señor.
Tit 2,11-14: Se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres.
Lc 2,1-14: Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor.
Esta noche hay poco que celebrar, pero ese poco, con dimensiones de recién nacido, es en realidad el único motivo por el que merece la pena festejar algo. Dios ha querido visitarnos a lo poco y quedarse con nosotros a lo poco, y aun salvarnos achicándose aún más, con un rotundo fracaso. Luego, tal vez, tendremos que acostumbrarnos a lo minúsculo, para tratar de acercarnos al corazón del Altísimo.
Nos ayuda a ello plasmar su Palabra en algo que golpea la atención de nuestros ojos. Lo que nos cuenta el evangelista Lucas sobre el edicto del César y el camino de Nazareth a Belén y el nacimiento de Jesús y el anuncio y la visita de los pastores y el canto del coro celestial… en un movimiento de personajes y hechos, lo dejamos detenido para su contemplación en una representación inmóvil en algún lugar de nuestra casa, prioritario o recóndito, que llamamos “belén”. El Evangelio se hace doméstico y se queda con nosotros como huésped.
En medio del escenario con más o menos efectivos, edificaciones y despliegue de medios, una casita o cueva que llamamos portal se queda abierto y expuesto en uno de sus lados. Los más acostumbrados a las compras reconocerán pronto otro escaparate al cual acercarse para observar y, si ven algo que llamó la atención, para entrar y quedárselo en propiedad. Los que, de algún modo, quieren entender lo poco de Dios, descubrirán un hogar, cuyo centro ocupa un niño recién nacido. Estos últimos respetarán los modos del que se percata de la enorme distancia que existe entre un comercio y una escena doméstica, descubrirán la cortesía divina de querer mostrarnos algo que muchos hubieran querido ver y no vieron, y la invitación a participar de una realidad tan insignificante.
Lucas había preparado un preámbulo excepcional, que hemos venido escuchando y leyendo en estos días previos: la concepción de un hijo por parte de unos ancianos infecundos, Zacarías e Isabel, el anuncio de Gabriel y la encarnación del Salvador de María siendo virgen, el nacimiento de Juan el Bautista…, episodios todos ellos domésticos, que preparaban y auguraban el nacimiento del esperado. Siendo esto así, no cabía otra cosa que esperar con expectación una super casa para el nacimiento del Salvador. Parece que a Dios le gusta colarse en los hogares, en ese espacio de la intimidad de las personas, y provocar un cambio significativo que trastoca planes o complica historias. Pero no se contenta el Señor con meterse en las casas de los otros, sino que, además, nos muestra la suya invitándonos a mirar, más aún, si hemos somos lo suficientemente pacientes para sostener la mirada: a contemplar.
El curioso observa a hurtadillas y a ráfagas, como devorando, sin querer que se descubra dónde dirige su mirada. El contemplador se detiene sin preocupaciones por el tiempo, queda expuesto y su mirar se convierte en ventanas hacia dentro y hacia fuera, mostrándose a sí mismo. Esto es lo que provoca el hogar de Belén con el Niño, su madre y su padre: nos aleja de ser consumidores de sentimientos y nos cautiva para abrir las puertas de nuestras propias casas, lo más íntimo, las entrañas. Viendo lo poco que se ha hecho Dios, no nos avergonzamos irremediablemente para mostrarle lo poco que somos, que tenemos, que vivimos. En su pequeñez dejamos descansar la nuestra, y nos sentimos dichosos de ello. Entonces comprobamos que es posible compartir hogar y ampliamos el espacio de nuestra casa. Deja de ser un adorno o un huésped coyuntural, para convertirse en el centro vital y que todos encuentren su sitio en torno a Él. ¿Qué tendrá este Niño que cabe en cualquier sitio, especialmente en los pequeños, y, habitándolos, los hace crecer y, si no lo era, los convierte en hogar?