Pr 9,1-6: “Venid a comer mi pan y a beber mi vino”.
33,2-3.10-15: Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Ef 5,15-20: No os emborrachéis con vino… sino dejaos llenar del Espíritu.
Jn 6,51-58: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”.
El guiso servido en la mesa sostiene una historia donde se lavó, se peló, se troceó, se coció… y antes aún se cultivó y recolectó, se crio… cuanto ahí aparece. El producto que llena el plato es una mezcla armoniosa llena de sabor y de sustancia. En aquella comida tan bien conjuntada se identifican poco los ingredientes con lo que un día fueron. Dejaron de ser lo que fueron en particular, para ser ahora algo en conjunto dispuesto para ingerir. Pero, tras pasar por la boca, sufrirán una transformación más asombrosa: todo cuanto pase y se asimile, se convertirá en humano, formará parte de nuestra propia carne. Sostiene así otra historia que está a punto de comenzar para seguir permitiendo la vida. Murieron para que un alguien humano viviese.
Apenas hay alimentos que tomemos sin elaboración: como poco hay un lavado o un troceado. Por decirlo así, tenemos que “amansarlos” para poder recibirlos. Cuanta más elaboración, más arte también se implica. La cocina es amiga del estómago; en ella se preparan los alimentos para facilitar su ingesta, agradar al comensal y, por supuesto, nutrirlo. Lo que llevó en su preparación un tiempo considerable, desaparece del plato en instantes. El cuerpo se tomará también su tiempo para asimilar. Esta historia tiene una repetición diaria, y más que diaria. No nos cansamos de comer; tampoco el cuerpo se cansa de pedir.
Dios quiso hacerse alimento. Todo cuanto nos evoque la comida servirá para referirnos a Dios-comida. El evangelio de Juan nos habla a lo largo de todo el capítulo sexto del Dios-comida como Jesús-pan. El texto del evangelio de este domingo corresponde a la segunda parte del llamado “Discurso del pan de vida”. Los estudiosos consideran que la primera parte trata de un alimentación espiritual, la fe, y esta segunda se refiere a la propia Eucaristía, donde literalmente “se come” el cuerpo de Jesús. Lo primero es necesario para que aproveche lo segundo, así como es necesario preparar los alimentos para tomarlos con gusto y eficacia. Hace falta creer en Jesucristo hecho hombre por amor a nosotros, muerto en la cruz para nuestro perdón y resucitado para nuestra salvación, para poder comer con provecho el pan de la Misa y que sea eficaz en nuestra vida.
Comemos y comemos y la boca no deja de abrirse por el hambre. Podemos alargar el ayuno a voluntad, pero al final tendremos que volver a comer o morir sin remedio. La comida es de algún modo recuerdo de que vamos hacia la muerte. El Dios comida nos proporciona lo contrario: un alimento que aviva nuestra memoria de que caminamos hacia la Vida. Tendrá vida el que viva como el Señor de la Vida, Jesucristo, con misericordia, verdad y justicia, pero además coma su pan, que resume y condensa toda la fuente de Vida que Él vivió y nos aporta ahora a nosotros en el Espíritu. Qué mejor nutriente para la vida eterna que la carne del Resucitado.
En la Eucaristía se prepara una mesa prodigiosa para un manjar prodigioso, alentados por una Palabra viva. Quien descubrió a Cristo realmente presente en su vida, entenderá este pan de la Misa como un alimento real de eternidad, que exige una buena preparación diaria, como quien se entrena para un acontecimiento importante. Cuanto más se saboree a Cristo en lo cotidiano, más sabrá este pan a Cristo, pues es Él, y más se sentirá la vida eterna y lo que ella está ya trayendo a mi propia historia. Más nos llenaremos del Espíritu que, distribuido por todos nuestros miembros como la sangre que transporta el alimento, provocará vida eterna en todo nuestro ser.