Is 42,1-4.6-7: La caña cascada no la quebrará.
Sal 28: El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hch 10,34-38: El Señor de todos.
Lc 3,15-16.21-22: “Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”.
El pueblo de Israel estaba en ascuas con Juan. Esperaban al Mesías y no pocas cosas que observaban en Juan les movían a considerarlo como tal. Cuando uno tiene ansias de salvación es capaz de encontrar a un salvador en cualquiera. El Bautista, no obstante, apuntaba maneras: su austeridad, su vida penitencial, no exigía ningún tributo, censuraba el mal y el pecado (viniera de donde viniera), distaba de ser un demente, antes bien, parecía un hombre muy cuerdo y exigía un rigor de vida que atraía a muchas personas hacia un gesto de agua. Exigía autenticidad, y las expectativas para encontrar esa autenticidad llevaban a muchos al Jordán para escuchar a Juan y participar de su rito de arrepentimiento y conversión. ¿Dónde encontrar un salvador cuyo mensaje concuerde con los anhelos más fundamentales de las personas?
Juan no era el salvador, no podía aportar ni un ápice de salvación. Sí que disponía del olfato espiritual para detectar al Salvador. El Bautista nos enseña en propia persona la autenticidad: un día dice y proclama como profeta de la conversión personal; otro día se queda mudo para que hable el Mesías, el Cordero de Dios. Tanta expectación suscitada entre el pueblo revelaba su necesidad de algo más que pan. Esperar un Mesías era para ellos mucho más que proseguir con la espera de sus padres o aguardar al cumplimiento de unas promesas sostenidas en antiguas tradiciones. Les iba en ello más que la vida, entendida como la supervivencia individual; les iba y les venía la consumación de la Alianza, su propia salvación, la salvación del Pueblo de Israel.
La transparencia del agua delata pronto cualquier agente extraño. Mientras cae, arrastra consigo lo que se adhirió sin deber, limpia. De ahí la sugerencia del bautismo practicado por Juan y por otros maestros. La autenticidad, la respuesta al quién soy, necesita ponerse en búsqueda de una transparencia que excluya cualquier mancha. Tantas personas llegaban hasta Juan ante cuyas palabras y gestos se conmovían, porque querían tomarse en serio sus vidas y dirigirse hacia lo que Dios tenía preparado para ellas. Han de comenzar reconociendo sus pecados, arrepintiéndose de ello y procurando una renovación de vida. Para ello agua, regalo de Dios para la vida de algo más que pan, para una vida de autenticidad. Esto implica el reconocimiento de actos, actitudes, pensamientos ciertamente inauténticos.
Del gesto participa, sorprendentemente, Jesucristo. Caminaba también hacia la autenticidad y en aquel momento Dios Padre le pidió que se dirigiera al Jordán. Allá fue. Antes le había pedido que se quedase en Nazaret. Allá se había quedado. La autenticidad de Jesucristo, como la nuestra, consiste en que su vida armonice con lo que Dios Padre va pidiendo a cada momento y va ofreciendo. No se acercó a Juan por sus pecados, como el resto, sino buscando el cumplimiento de la voluntad del Padre. Nosotros, a diferencia de Él que no pecó, necesitamos reconocernos pecadores para hacer lo que Dios pide.
Hoy celebramos la ofrenda de Espíritu Santo sobre Jesús para acometer su vida pública. Su bautismo es el gozne entre su vida en la penumbra de Nazaret y su manifestación como revelador del amor trinitario. Para ello recibe de un modo singular el Espíritu Santo, no porque antes no lo hubiera recibido (Él estaba unido desde la eternidad al Espíritu), sino porque en lo humano lo había ido acogiendo conforme a la capacidad humana, vinculada a lo que el Padre pide a cada momento. Las posibilidades y responsabilidades del hombre crecen conforme Dios Padre lo va pidiendo. El Padre pidió misión por Galilea y Judea que culminase en la Cruz. Para ello la carne humana de Cristo necesitaba ser empapado por la gracia, ser ungido por el Espíritu como misionero, profeta, rey y sacerdote. El Espíritu acredita y capacita para la misión, al compás que el Padre envía. La voz de este Padre: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco», se dirige al Hijo, pero nos hace a nosotros partícipes. Nos introduce en el misterio de la Trinidad para que formemos parte de Él. Con este fin nos da su Espíritu, para que nos unamos a este Cristo nacido en la carne de una Virgen, al que hemos de seguir en discipulado mientras vamos recibiendo al Espíritu para nuestro corazón sintonice en todo con el de Jesucristo.
Es probable que hayamos tenido nuestros “Bautistas” que nos hayan animado a una disposición interior para prepararnos al Salvador, al auténtico que nos hace ser auténticos. Por importantes que fuesen para nosotros, ninguno nos aportó salvación. Qué mejor que aprender de Él para que nos prenda y quedemos cautivados por su hermosura. No encontraremos a nadie mejor por quien ofrecer nuestra vida y dejar que Dios nos convierta (ya lo inició en nuestro bautismo y lo consolidó con misión en nuestra confirmación) en testigos de palabra y obra de su Hijo nacido en Belén, muerte y resucitado. Concluimos el tiempo de Navidad dejando que el Niño crezca y siga ofreciéndonos las delicias de la Salvación.