Eclo 27,4-7: La palabra revela el corazón de la persona.
Sal 91: Es bueno darte gracias, Señor.
1 Cor 15, 54-58: Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Lc 6, 39-45: De la abundancia del corazón habla la boca.
Entre la llanura del terreno se abren hoyos que ponen en aprietos el paso del transeúnte. Lo mejor, esquivarlos, pero no es infrecuente que, de cuando en cuando, caigamos en alguno de ellos. Los más peligrosos son los más oscuros, aquellos que la vista, aun con esfuerzo encomiable, no alcanza a penetrar en su penumbra. Los ojos se revelan incapaces para decir el contenido que oculta aquella negritud, no para alertar sobre lo capital: aquellas hondonadas son peligrosas y hay que evitarlas.
Si los ojos nos enseñan en prevención, aprendemos las más de las veces a base de caernos en uno u otro agujero. La enseñanza se obtiene no exclusivamente al salir de nuevo al nivel de la superficie, sino a ser conscientes de que no es una buena idea ser engullidos por ellos y menos aún quedarse ahí. Además, muy importante, nos enseña que carecemos de inmunidad ante todo tipo de hoyo, es decir, que somos falibles o que estamos expuestos irremediablemente a precipitarnos por cualquier agujero. Somos incapaces de mantenernos en la superficie por nosotros mismos.
Los ciegos de los que nos habla el Maestro en esta pequeña parábola carecían de estos conocimientos, no eran conscientes de su incapacidad. Uno por guía otro por guiado incurrían en un error común y el desastre estaba pronosticado. La misma necedad la comparten quienes reparan fácilmente en los errores de los demás sin tener en cuenta los propios. La consciencia de que “me puedo caer en cualquier momento” provoca una atención continua para evitar la caída propia, y nos hace comprensivos ante las caídas de los demás, porque donde ha resbalado él podría, perfectamente, haberme precipitado yo. Es el sentido común ante la realidad de nuestra vulnerabilidad frente a los múltiples agujeros el que nos acerca a la virtud de la humildad, gema preciosa para la sabiduría. Ella permite el subsidio y la ayuda de otros para evitar tropiezos o derrumbes, para descubrir e incluso anticipar hondonadas en el camino.
Hablando de agujeros, de la boca, orificio espléndido en el rostro, brota la palabra. Abre las puertas a dejar entrada para la comida y abre las puertas también para que salga la expresión verbal. Otra vez podemos apelar a la sabiduría adquirida entre hoyos. Lo que mane de la boca está condenado a horadar el espacio con desacierto si no se deja ayudar por la Palabra, por Jesucristo hecho carne. Él es nombrado con el nombre de Sabiduría y enseña a hablar con autoridad, con propiedad, contribuyendo con sustancia a la conversación. El corazón tocado por Él vibrará con voz sabia; el necio revela su distancia de Dios.
Ni siquiera el mayor de los hoyos, aquel hacia el cual abocan todos los demás, el ejercido por la muerte, podrá estremecer al que se ha convertido en sabio por su relación con el Señor. Él tiene palabra sabia también ante la muerte, porque Él es la Palabra crucificada y Resucitada para la gloria de Dios y del género humano. Quien quiera atravesar ese agujero con triunfo ha de aprender de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, dejando que Él vaya por delante y fiándose de su victoria sobre todo lo que conduce a la oscuridad, a la muerte. Descubriendo a Cristo, todo lo demás parecerá necedad y toda palabra que de una u otra forma no lo pronuncia a Él tendrá insipiencia.