Ex 12,1-8.11-14: Es la Pascua, el Paso del Señor.
Sal 115: El cáliz de la bendición es la comunión de la sangre de Cristo.
1Co 11,23-26: Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Jn 13,1-15: Los amó hasta el extremo.
¡A comer! Que hay hambre; que hay hambres. Una comida resuelve el hambre de ahora, pero tendremos que repetirla para solventar el hambre de más tarde… tantas veces cuantas apariciones de nuevas hambres. ¿A dónde fue lo que se tomó? Se invirtió en vida. El hambre es una reivindicación de la vida. Habrá hambre mientras haya vida y se satisfará en la medida en que queramos vivir y queramos que los otros vivan también. No está bien privarle al otro de su sustento o permanecer indiferente ante un hambre no resuelta.
¡A comer, pues! Porque tenemos un hambre que incita a preocuparnos por la vida. Todo lo que amenaza esta vida produce algún tipo de hambre. Los israelitas hambrientos de libertad para dar culto a su Dios, para poseer la tierra donde habitar, para un trabajo digno… clamaron a su Dios. No les bastaba con comer las cebollas y los pepinos de Egipto y la carne de sus calderos, sino que les punzaba un hambre que no se solventaba con solo pan. Dios escuchó y actuó interviniendo en su historia con alimento de liberación. La presencia transformadora de su Señor entre los israelitas hincó un hito en el corazón creyente del pueblo. Lo celebraban cada año con un banquete conmemorativo: ¡Dios nos quiere libres y sacia nuestra hambre de libertad! Dios se manifiesta como el capaz de saciar con manjares suculentos.
Pero la libertad no persevera sin lucha. Para la batalla habrá que seguir recuperando fuerzas, habrá que seguir comiendo. ¡A comer y a comer! Se emplean energías para conseguir el alimento, pretendiendo encontrar nuevas fuerzas para la vida. Luchamos para comer, si bien el alimento nos llega de uno u otro modo desde el cielo como un regalo. El interés en conseguirlo es una garantía de que nos preocupamos por vivir. ¿Y si no llega el alimento? O bien alguien está desatendiendo su vida o son otros los que atentan contra ella. Seguirá habiendo hambre en mí si la hay en otro. Mucho más aún si se da en media humanidad. Y, ¿podremos comer tranquilos si no nos sentamos todos a la misma mesa compartiendo lo que se sirva? El hambre de vida invita a la fraternidad.
Sin embargo, ni siquiera el pan de libertad y de justicia resuelve toda hambre. Aun sin pretenderlo, aspiramos a compartir mesa divina. Y, sí, hay preparado un festín para ello. El anfitrión de este banquete abre las puertas de su casa prometiendo alimento para todos. “¡A comer, a comer!” –nos invita con insistencia. Su invitación proclama la vida que recibirán todos cuando se acerquen a su banquete, Vida hasta el punto de saciar toda hambre. Cada cual tiene su asiento, cada uno su cubierto, su copa con su nombre… y el acceso, abierto para todos, precisa un extraño requisito. Exige un ejercicio de pies; de haber estado pendientes de los pies ajenos. Los pies sostienen el peso del cuerpo y lo que se cargue, permiten el contacto con el suelo y sienten la aspereza o la blandura del terreno. En ellos se yergue la vida o, si ceden, se desploma. La vida divina comienza por los pies del hombre enhiesto para adorar a su Señor. Es aquí donde se encuentra la razón de la comida para vivir, la alabanza divina y hacerlo juntos, mientras es el mismo Dios, el Omnipotente, el Altísimo, el Creador de todo el que, por medio de su Hijo nos va sirviendo a su mesa.
Esta mesa se prepara, se celebra ya anticipando la definitiva porque el Señor, servidor antiguo y nuevo, nos quiso sentar juntos con Él. Para ello detuvo sus pies que hicieron el camino de la salvación con un clavo y las manos que lavaron los pies de sus discípulos con otro clavo. Es el riesgo seguro del servicio, del amor. Cuánto tesoro en este banquete donde el mismo Señor nos invita a comer aquello que satisface toda hambre, todas las hambres, porque colma la vida en lo que es, en aquello para lo fue hecha, en lo que animada por el Espíritu, espera ser.