Hch 5,27-41: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.
Sal 29: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Ap 5,11-14: “Al Cordero la alabanza”.
Jn 21,1-19: “Es el Señor”.
El Señor se hizo presente en el borde de dos fronteras, una de espacio y otra de tiempo. Llegó en el momento donde la noche comienza a ceder a la claridad de la mañana, en el lugar en el que la tierra firme consiente al agua su soberanía. Fue el Padre mismo quien estableció linderos desde el principio entre la luz y las tinieblas, la eternidad y el tiempo, el ser y la nada, dándole al ser humano la increíble potestad de poder rebasar los límites más determinantes y acercarse al poder creador divino, aunque en diminutivo.
El Creador dejó sembrado todo espacio y todo tiempo del rastro de su presencia, para que allá donde su criatura explorase, lo descubriera Padre misericordioso y providente. Para aquellos pescadores, el terrible mar, incierto, amenazante, misterioso e inabarcable se convirtió en lugar para encontrar el sustento que Dios mismo había puesto allí; la noche impenetrable, perturbadora, incapacitante… fue escogida como el momento propicio para el trabajo exitoso. Rebasando la frontera entre la tierra y el agua, el día y la noche, el hombre descubrió de nuevo la obra creadora de su Dios y la tomó para dar gracias y que su vida fuera bendecida con el alimento necesario. El traspaso de límites humanos: miedos, inseguridades, obstáculos, inexperiencias o impericias está provocado por su necesidad de llenar la mesa. Las facultades humanas regaladas por Dios para esta hazaña cotidiana y valiente responden a una llamada divina: que esa mesa necesaria y cotidiana esté preparada por ambos, Creador y criatura, dos trabajadores en la misma tierra y con un mismo afán por traspasar fronteras. El Trabajo del Soberano de todo se sigue prolongando en el quehacer de sus hijos, así lo ha querido Él, y solo puede culminar con fecundidad sobresaliente cuando ambos se sientan a la misma mesa.
El Resucitado se hizo presente en la alborada, a la orilla del mar y, como con la Palabra creadora del primer trabajador, su Padre, dijo y se hizo. Esta vez no quiso hacer sin colaboración humana. Dijo, ellos obedecieron a la Palabra con su habilidad de artesanos del mar y el prodigio se hizo: ya tenían lo suficiente y aún más para preparar la mesa. Muchas de las apariciones del Señor resucitado tienen en cuenta la comida, como la que consiguieron sus discípulos a punto de desistir en el trabajo, como la que tenía preparada el Maestro en la orilla. Una comida para celebrar ese productivo consorcio entre Dios y los hombres; una comida para recoger los frutos del trabajo y recuperar energías para continuar la labor; una comida para dar gracias por la vida y preparar una vida sin límites. También una comida abierta a todos donde, quien quiera, puede sentarse a la mesa, siempre que no se resista a que Dios le salga al encuentro y se deje invitar por Él, mientras esté dispuesto a llamar y tratar a los otros comensales como hermanos, en cuanto que se preocupe porque el pan llegue a todos con abundancia y no pretenda retener lo que no es suyo, en la medida en que esté dispuesto a bendecir el tiempo con su trabajo para preparar con los demás aquella mesa, si no busca saciar una avidez insensata maltratando al mar y expoliando lo que no le corresponde. Todo trabajo comienza en esta mesa y llega a su plenitud en esta mesa; todo trabajo tiene sentido por esta mesa compartida.
Todos los que habían estado faenando fueron invitados y todos se sentaron, aunque su historia desvelase las grietas del pecado. En nada hubo reproches de quien podía reprochar, sino que la mesa se prolongó con un diálogo donde desvelaba la fuerza que sostenía aquella mesa: el amor. El amor incondicional del un Dios hecho hombre y el querer deficiente de un hombre llamado a atravesar la frontera con la divinidad, en la medida en que se deja amar y se esmere por vivir y compartir ese amor. De nuevo otro prodigio de la mesa: la superación de la frontera de la negación y la culpa para asentir al amor del Señor con un nuevo compromiso de trabajo para cuidar a los demás con oficio de pastor.
Donde está presente al Señor, muchas veces en el límite de un fracaso, hay propuesta para preparar la mesa con todo lo conseguido en la jornada, también con todo lo malogrado. Su inversión en el amor cubre multitud de faltas; solo hace falta querer ser partícipe de esta mesa, como servidor y comensal.