Hch 1,1-11: lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista.
Sal 46: Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.
Ef 1,17-23: Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo.
Lc 24,46-53: Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo.
La genética pone el tope a nuestra altura. También al tamaño de nuestros miembros y nos deja a todos en unas dimensiones más o menos parejas, sin que las diferencias entre el mayor y el menor, el gigante y el enano, sean abismales (a lo sumo algo más de un metro).
La genética divina, valga la analogía, no está atada a ningún tipo de límites, dentro de la esencia del amor. El contraste entre ambas es evidente y delata notables diferencias entre lo de los hombres y lo de Dios con distancias insalvables entre lo finito y lo eterno. La armonía entre ambos, que se resuelve en Jesucristo, comienza en el momento de su encarnación, cuando el Verbo se hace hombre. Entonces lo divino va haciendo crecer todo lo humano de Jesús y, al mismo tiempo, lo humano va haciendo suyo lo divino hasta superar su propia condición: más esperanza, más fe, más capacidad de amar, más fraternidad…
En la historia de Jesús parecía que la cima se había alcanzado con su resurrección, cuando su humanidad fue abrazada por dios y lo mortal se volvió inmortal, siguió subiendo. En esto consiste la fiesta que celebramos hoy: lo humano donde está Dios mismo presente y actuando no deja de crecer. En este caso, la Ascensión del Señor al cielo es para que los demás crezcan. Convertido en fuente de amor divina y humana, alimenta a todos con su vida de resucitado. El tope ya no lo pone nuestra bilogía, sino la ilimitación, la infinitud, la eternidad… Dios. Es necesario crecer para hacer crecer a otros.
Esto es posible por el Espíritu Santo el que hace que todo lo que Dios nos entrega sea fructífero. Lo envía, nos lo da Jesús, el Hijo de Dios resucitado para llegar a ser como Él.
La referencia de la altura nos seduce. Comparamos lo que medimos al modo humano tratando así los éxitos de la vida y, si la talla no nos convence, podemos criticar, juzgar, envidiar o arrugarnos. La fiesta de la Ascensión nos invita a mirar al Hijo de Dios que se abajó de su rango para hacerse uno de tantos y en lo común de los humanos, dejando que el Espíritu actuase en Él, su humanidad alcanzó envergadura divina. Él es nuestra referencia de medida.