Pr 8,22-31: Yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia.
Sal 8: Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Rm 5,1-5: Hasta nos gloriamos en las tribulaciones.
Jn 16,12-15: Todo lo que tiene el Padre es mío.
A Dios le gustan lo que tiene que ver con la familia. Ante todo, una familia es un conjunto de personas con sus relaciones, unas relaciones con unos vínculos de parentesco y mucho más. Es el lugar donde se acoge la vida nueva y esta vida encuentra su identidad: soy alguien y no algo, muy importante para tener conciencia de sí y saber a qué atenerse y qué esperar. Es también el primer espacio para la heterogeneidad y la diversidad integradas como algo natural y bueno. Nos ofrece además el espacio para la generosidad, la entrega, el trabajo más fructífero y menos lucrativo, y también para el conflicto y su resolución, porque tratamos, no con cosas, sino con otras personas, capaces de libertad, de decisión y de discrepancia.
Tal vez a Dios le gusta tanto la familia porque es la realidad humana que mejor refleja, aunque a distancia, lo que Él mismo es. Son relaciones familiares las escogidas por la Escritura, por el mismo Cristo y la tradición cristiana, para intentar decir algo sobre la intimidad de Dios: Padre e Hijo en la unidad del Espíritu Santo.
El misterio de la Santísima Trinidad es una invitación intelectual a no conformarse con la convicción de que “algo hay” y despertar el interés por preguntarnos acerca de qué podrá ser ese algo. Esto es arrimar la cuestión de Dios a nuestras preocupaciones y dejar de entenderlo como algo de relativa importancia, ajeno a nuestras vidas. Las respuestas que le otorgan a Dios la identidad de fuerza o energía lo siguen dejando en el ámbito del algo y un algo es aséptico, impersonal, genérico e incluso indiferente. Un salto cualitativo es considerar a Dios como “alguien”, porque el misterio se agranda. Reconocer un alguien lleva a sabe que hay unos ojos que te pueden mirar, una boca que te puede hablar, unos oídos que te pueden escuchar; por tanto, un sujeto con quien poder interactuar, llegando a acuerdo o a desacuerdos, a experiencias gozosas o enfados ilimitados.
Todavía se puede buscar más allá y decir características sobre el alguien de Dios, teniendo, por otra parte, en cuenta, que será mucho más lo que quede sin describir que lo que definamos. Ahí nos encontramos con el misericordioso, el justo, el verdadero, el paciente, el providente, el Creador, el santificador… En esto coincidimos todos los que participamos de una confesión monoteísta.
Para los cristianos, el mismo Hijo de Dios, hecho hombre como nosotros, nos ha llevado aún más cerca de la identidad divina y nos ha hablado del Padre, de sí mismo como Hijo y del Espíritu Santo. Costó a la Iglesia entender suficientemente lo que la Palabra de Dios anunciaba ya en el Antiguo Testamento, como aparece en el libro de los Proverbios de la primera lectura, donde designa al Hijo de Dios, como Sabiduría, por medio de la cual, como un niño con su padre, juega con Dios para hacer todo lo creado. Costó concebir a Dios como familia: Padre, Hijo y Espíritu y hasta se produjeron grandes disputas por la oposición a ello.
Se requiere un esfuerzo intelectual, más aún de experiencia, para percibir cómo llega a nuestras vidas el cuidado del Padre, la compañía del Hijo y la fuerza del Espíritu. La experiencia de la vida cotidiana, en sus alegrías y asperezas, nos invita, si queremos descubrir aquí con nosotros a Dios, a un planteamiento de los acontecimientos y del mismo tiempo, desde la historia de la salvación que Dios prepara para nosotros. De algo tan indeseable como la tribulación, Dios puede lograr en nosotros multitud de virtudes. Los que quieren ser de Dios y vivir en Dios no se apegan al momento presente, sino que miran hacia la resurrección gloriosa. Cosas de familia, que no se agotan nunca, y que no se pueden digerir sino paulatinamente. Por eso, lo que contaba Jesús a sus discípulos de su propia familia divina, sabía que no podría ser recibido de una vez y aún quedaban muchas cosas por decir.
Agradecemos a Dios la presencia en nuestra familia cristiana de los contemplativos, que, al modo del salmista al que nos hemos unido en la liturgia de la palabra de esta fiesta, abrimos los ojos ante la realidad que nos rodea y proclamamos, admirados, la grandeza de Dios que nos ama y ha creado todo con una belleza que cuida y renueva.