Is 62,1-5: Te llamarán “Mi favorita”.
Sal 95: Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.
1Co 12,4-11: Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común.
Jn 2, 1-11: “Haced lo que Él os diga”.
Entre las personas con las que podemos compartir mayor sintonía, existe a veces el regalo de alguien que te causa seguridad, te da confianza y tienes la intuición de que, a su lado, todo va a salir adelante. No tiene por qué ser familia o amigo, se trata de otro tipo de vínculo y, como es imaginable, particularmente cuando afrontas un acontecimiento significativo o arriesgado, quieres que esté ahí.
Hubo una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí. El evangelista no nos dice su nombre, que todos conocemos, sino que la identifica por un vínculo materno-filial con aquel cuyo nombre sí que aparece: Jesús, del que dice después que también estaba invitado con sus discípulos. Que inicie el relato con María en primer lugar hace sospechar que se trataba de una invitada destacada, quizás por cercanía con la familia o, podría intuirse, porque su presencia provocaba la sensación de la seguridad de que todo iba a ir bien, incluso lo que fuera mal, como sabemos que luego sucedería.
Ella va a percatarse del problema, pero no lo va a resolver, sino que lo va a derivar hacia el que, de invitado, va a pasar a ser protagonista de la escena.
Estamos en el contexto de una boda, un acontecimiento de primera relevancia en la vida de una persona y de una comunidad. Un hombre y una mujer, que hace un tiempo eran prácticamente desconocidos, deciden aventurarse a participar de una historia común en un proyecto tan arriesgado como entusiasmante. En el matrimonio se armonizan los contrastes, el amor genera una de las comuniones más bellas, se engendra la vida; es un argumento poderosísimo para la esperanza. Por todo ello y más, fue una imagen escogida para referir la relación de Dios con su Pueblo.
Aquí parece ser también así, pero con una novedad: el esposo ahora tiene carne humana, es Jesucristo, el Hijo de Dios. La esposa viene representada en María, madre de la nueva humanidad. Con lo que su aparición al principio parece una presentación de la esposa en este modo de entender el amor de Dios por su pueblo. Tras una boda entre las muchas de los judíos, el evangelista nos señala otra boda que ha de ayudar a interpretar la vida de Jesús y su relación con nosotros. Él es quien se ocupa, con la intercesión de María, de que no falte el vino de la fiesta, aquello que sostiene la celebración y eleva el ánimo, nos mantiene alegres y compartiendo el gozo. Dios se ha comprometido con nosotros con un amor que ha llevado al Hijo a dar su vida por nosotros en la Cruz y su Resurrección. La respuesta a este amor no puede ser otra que la de amarlo a Él y lo que Él ama. Y lo amamos no de modo aislado, sino en comunión con todos. Un modo de ser conscientes del amor de Dios hacia nosotros es descubrir los carismas que el Espíritu Santo nos ha dado, apreciarlos, potenciarlos y, de igual modo, hacerlo en los demás. El amor a Dios y al otro pasa por amar lo que Dios ama en mí y tener presente cómo me cuida. San Pablo nos lo recuerda en la primera Carta a los Corintios de la segunda lectura. Por ello, el gozo que la esposa encuentra en el esposo, lo encontramos nosotros en Cristo. En Él nuestra confianza, nuestra seguridad, nuestra esperanza. Queremos que esté ahí, no solo porque sabemos que en Él podemos descansar de nuestros esfuerzos y fatigas, que nos envía su Espíritu para iluminar situaciones turbias y oscuras, sino también porque Él da el sentido de nuestro amor, de nuestra vida.
En el matrimonio cristiano esto se refleja de un modo paradigmático. Las heridas o rupturas en los matrimonios causan mucho daño, porque interrumpen o dificultan mucho la dinámica de este amor tan generoso y no llega adonde debería. Tras cualquier gesto de amor está Cristo amando; detrás de cada matrimonio, está Cristo amando a su Iglesia, a nosotros y nosotros amándolo a Él.
Destacando la jornada de la Infancia misionera que celebramos hoy con el título: “Comparto lo que tengo”, podemos decir que una de las formas más necesarias para misionar es vivir las relaciones del matrimonio y la familia desde el amor más esmerado, y hacerlo en el Señor. Los niños, que tienen protagonismo en esta misión, han de vivir el amor de Jesucristo cuidando, en primer lugar, a su propia familia. Desde el principio una característica que sorprendía a los paganos y los hacía interesarse por el cristianismo era descubrir cómo se amaban. En realidad, es un de los grandes retos que tenemos los cristianos: trabajar para que prevalezca, en un ambiente de tantas heridas y resentimiento, el amor de Dios por nosotros. Y no tenemos otro modo mejor de hacerlo que cuidado el amor entre aquellos más cercanos, con los que tenemos el compromiso más recio de amar.