Sir 27,4-7: No elogies antes de oírlo hablar.
Sal 91: Es bueno darte gracias, Señor.
1 Cor 15, 54-58: Manteneos firmes e inconmovibles.
Lc 6, 39-45: No hay árbol bueno que dé fruto malo.
Nuestra experiencia popular nos ha dejado expresiones más o menos simpáticas, que parten de historias curiosas, para referirnos al mismo hecho, al mismo tipo de persona, al fácilmente reconocible como... Se le nombra a través de distintos apellidos: del bote, del haba, a las tres, del capirote… o, el más terrible, el más contumaz e irremediable: el para siempre. Todos estos apelativos apuntan al mismo modo de posicionarse en el punto, se refieren al tonto.
Hablar de tonto, no señala a una persona con una capacidad intelectual más limitada que lo normal, sino al que defiende un universo de ideas falaz y mentiroso con propósito de verdad, el que engaña, aun sin saberlo, filtrando una ideología que daña a la persona, el que dice y hace cosas malas creyendo o haciendo creer que son buenas, el que, en el colmo de la estulticia, se sitúa en el lugar de Dios con una superioridad moral sobre los demás, con una autoridad de juicio sobre los otros que esquiva siempre la autocrítica. Lo peor de ello es contar con una serie de seguidores, una sociedad de tontos que hagan presión para retorcer los valores de una comunidad y alterar fuertemente su convivencia generando rencor, crispación, malestar, sospechas.
Nos instaba Cristo en el evangelio del domingo pasado al amor incluso a los enemigos. En este nos habla del tonto, el que, creyéndose lúcido, guía a otro ciego haciéndolos caer en el hoyo, el que evita revisarse internamente en sus acciones, pensamiento y omisiones y, por tanto, no llega a descubrir sus faltas, pero, sin embargo, ejerce una maestría singular para delatar el mal ajeno. No es que no tengamos que amarlo, por supuesto, pero tenemos que ser precavidos y evitar ser seducidos por su maldad, por su ignorancia, por su estupidez, que, desgraciadamente, cala con facilidad. Porque las palabras de Cristo van dirigidas, especialmente, para que, personalmente nos miremos cada uno y distingamos si estamos ejerciendo lo que Él mismo critica: si estamos cualificándonos como tontos consumados.
Existen una serie de ejercicios que impiden esta tragedia personal y social. Lo primero consiste en saberse del montón, es decir: considerar que todos estamos hechos de la misma masa, tan frágil y deslucida como el barro, pero amada por Dios hasta hacerla capaz de lo divino. Ser del montón equilibra los afectos, pues ni nos deja caer en el desánimo pesaroso de quien se cree siempre peor, incapaz, derrota-do ni en la ficción del que piensa ser el único, el mejor, el excepcional. Con respecto a los demás nos lleva a saber que lo que le sucede a él, para bien o para mal, también me puede suceder a mí; lo que hace ese, ¿por qué no terminaré haciéndolo yo (si es que ya no estoy en camino)? Ayuda a la fraternidad, porque parte del reconocimiento de una misma condición.
Esto nos ha de llevar a la humildad, virtud completamente antagonista del tonto, y, de ahí, a la consciencia de nuestros pecados y el arrepentimiento consecuente. Ya no solo soy de la misma masa que el resto, sino, además, pecador, mal-versador de los bienes que Dios me ha dado. Junto a ello se encuentra el temor de Dios, antídoto ante quien piensa ocupar su puesto (movimiento reconocible en el tonto). Y, como cierre de buenos propósitos para evitar esta estulticia dañina, la implicación en la felicidad de las personas que encuentro en el camino, el compromiso por la paz, la esperanza, la fe, la justicia, la belleza, la caridad. Mientras el tonto trabaja por la destrucción y la muerte a través de sus mentiras, el que lo evita y camina en amistad con Cristo trabaja por la resurrección, todo lo que favorece la acción del Espíritu Santo en nosotros, donde lo material va recibiendo de los espiritual y divino configurando, no una vida meramente buena, sino santa. Porque el oponente al tonto no es el que practica con inteligencia la bondad, sino el santo, el que deja que Dios actúe amarrando todo lo que él puede y tiene a su Señor para trabajar con Él, por Él, en Él. Es el que acoge la siempre de la Palabra de Dios en su corazón, para que, lo que este asesore, sea cosecha de la semilla de su Señor y su lengua hable lo que rebosa allí dentro. Esto lo convierte en árbol bueno, que toma distancia del árbol declarado como inútil por su infecundidad, por su fruto vacío o rancio.
Que el Espíritu Santo nos aparte de la estulticia, de creernos sabios al margen de Dios, de creernos poseedores de la verdad fuera de la Verdad, a ser jueces de los demás habiendo despreciado al Maestro, la Palabra de Dios viva y eficaz.