Is 52,13-53,12: Mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho.
Sal 30: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
Heb 4, 14-16; 5, 7-9: Aprendió, sufriendo, a obedecer.
Jn 18-19: Echaron a su suerte su túnica.
Una antigua tradición cuenta que la cruz en la que crucificamos a Jesucristo fue encontrada de modo milagroso por la tenacidad de santa Elena, madre del emperador Constantino. Se convertiría en una de las reliquias más veneradas del mundo cristiano, hasta el punto de trocearla y repartirla, a lo largo de los siglos, llegando, más allá de Jerusalén, a lugares muy remotos. Dado el aprecio a esta reliquia, aparecieron también pedazos de otros maderos de los que se pretendía hacer creer que eran la cruz de Cristo, buscando un beneficio económico con su venta. Con los fragmentos que actualmente se exponen como de la auténtica cruz del Señor se podría formar un pequeño bosquecito. Tanto ha abundado la falsificación.
Lo que ha sucedido con las reliquias de la cruz, lo observamos en la Cruz como centro de nuestra identidad cristiana. Podemos ver rastros de la cruz en la ornamentación, en la moda, en el diseño, en el folclore, en la predicación, también engarzados en devociones particulares, tradiciones, leyendas y supersticiones. ¿Cómo descubrir la verdadera Cruz de Cristo? Para saberlo hay que acercase mucho, tanto como para palparla y que su rudeza incomode al tacto. Y esa proximidad solo puede conseguirse cuando una experiencia vital nos allega a una aspereza, un desgarro, un desconcierto que solo encuentra consolación y esperanza en la Cruz de nuestro Señor.
Cuidado con equiparar la suya, la única, la irrepetible, con lo que nosotros podríamos llamar “nuestras cruces”; la distancia es abismal. Sin embargo, en cada uno de esos momentos en que la madera de un peso ingrato se astilla sobre nuestra carne rasgándola, tenemos la oportunidad de descubrirnos tan débiles y vulnerables, tan necesitados de un Salvador que no sea ajeno a nuestros sufrimientos.
En la Cruz de Cristo está la vida y la razón de nuestra obediencia al Padre, de nuestra confianza en Él y nuestra esperanza, donde, milagrosamente, en vez de desesperar de nuestra condición, podemos contemplar su belleza y su esplendor. En ella se derrama la caridad de Dios y, bebiendo de ella con humildad, el Espíritu nos hace misericordiosos. El resto de cruces, las que no llevan a esto: burda imitación, engaño, basura.