Za 12,10-11;13,1: Derramaré sobre la dinastía de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia.
Sal 62: Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
Gálatas (3,26-29): . Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo.
Lucas (9,18-24): “El que pierda su vida por mi causa la salvará”.
El que quiera saber, que pregunte. Es mejor resolver las dudas a las claras. Así se desenvuelven los niños en la infancia primera, cuando la pregunta es la puerta descubierta para conocer muchas de las cosas que les inquietan; repiten el “¿por qué?” hasta la extenuación. A cada edad le vienen unas preguntas, unas preocupaciones, si bien podría decirse que en todas las etapas de la vida, e incluso detrás de la mayor parte de las cuestiones, palpita un mismo interés: saber quién soy.
La solución a la pregunta sobre mí me la responden en primer lugar los otros: tú eres mi hijo, mi hermano, mi compañero de trabajo, mi esposa, mi profesor… Y todo eso, junto con la forma de interactuar con nosotros, nos da una idea de lo que somos. Aun así, puede ser mucho lo que se desconoce de una persona, y mucho lo que aparenta ser sin serlo. Puede haber detalles que repelen cuando se conocen y otros que enternecen. En el amor prevalece siempre la persona sobre lo oscuro y lo claro, el pecado y la dicha. Quien mejor puede pronunciar nuestro nombre es la persona que realmente nos quiere.
La oración de Jesús era una práctica de primera necesidad. Su diálogo con el Padre lo alimentaba inmediatamente. De Él escuchaba: “Tú eres mi Hijo amado” y el Padre, a su vez, oía el amor de su Hijo, como nunca dejaron de hacerlo desde la eternidad. Con una diferencia: la voz del Padre parecía más misteriosa, la de Hijo delataba un acento humano. No le hacía falta otra cosa para saber quién era que mirar a su Padre. De muchos modos se le puede emular a Jesucristo; lo mejor es comenzar por aquí, buscando momentos para hablar con el Padre y escucharlo, diga lo que diga.
Aunque ya conociera el Maestro, era necesario que también los demás hombres supieran de ambos, Padre e Hijo. Conociendo al Hijo, conocerían también al Padre. ¿Qué había entendido la gente de este Maestro? Sus respuestas tuvieron un tino mediano, porque habían apuntado bien hacia la casa, pero dieron con los siervos (Juan el Bautista, Elías, uno de los profetas) y no con el Señor. A fin de cuentas, resulta más fácil señalar hacia los extremos de la diana que encontrar la precisión del centro. Para esto hacer falta mucho ejercicio y observación detenida. Tanto como para escuchar a Dios padre pronunciando mi nombre.
Esto se esperaría en los que tenían un trato con el Señor más acostumbrado. Jesús puso la pregunta y apenas tuvo que esperar, porque se adelantó Pedro y contestó con destreza: “El Mesías de Dios”. Habló lo que le dijo el Padre, que nadie puede conocer a su Hijo si Él no se lo revela. Sin embargo ni Pedro ni los otros apóstoles llegaban a entender suficientemente a su Maestro. No bastaba con apuntar hacia el blanco, había que hacerse uno mismo blanco de Dios poniéndose a tiro, en la diana de la Cruz. Aquí es cuando se empieza a entender al Maestro y su relación con el Padre. También se inicia una valoración de la vida más ponderada, donde se aprecia más el don de Dios y se devalúa el interés por las alegrías que parecían traer otras cosas.
A más búsqueda de Dios, más encuentro y más gusto por la plenitud de la vida. También más renuncia, más pasión, más cruz, que no es otra cosa que hacer sitio para que nada estorbe a aquello que se nos regala como lo más precioso. Habrá que afinar puntería para dejar a un lado lo bueno y quedarnos solo con lo mejor. Queda el movimiento horizontal. A veces el servicio se hace contestando preguntas, otras veces suscitándolas. Los hijitos de Dios tienen que cuestionar por su vida. El revestido de Cristo provoca muchas cosas, pero no indiferencia. Y esto está vinculado a la preocupación porque otros se planteen sobre su relación con Dios. Es lo mejor que podemos ofrecer quienes llevamos la huella de su elección por el bautismo, poder testimoniar quién decimos nosotros que es Él.