Dt 3,10-14: El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.
Sal 68,14.17.30-31.33-34.36ab.37: Humildes, buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón.
Col 1,15-20: Por Él quiso reconciliar todos los seres, haciendo la paz por la sangre de su cruz.
Lucas 10,25-37: “¿Y quién es mi prójimo? ".
Añadiendo más ojos, sumaremos vista, pero no siempre la adición nos traerá un más, porque donde hubo miradas que no vieron, no pudieron aportar más que ceguera. Y así sucedió con los tres pares de ojos que se encontraron con un moribundo en el camino.
Si dirigimos la atención de nuestras miradas al relato del Evangelio, partimos, a través de la parábola que ofrece el Maestro, de una imagen fácilmente reconocible, evidente e innegable: un hombre malherido tirado en medio del camino que va de Jerusalén a Jericó. Los antecedentes los conocemos, nos los ha relatado el evangelista: unos bandidos asaltan al hombre, lo apalean y lo dejan medio muerto. Este preámbulo era desconocido por los tres viandantes que se encuentran con él en su trayectoria. Pero no importa, aunque carezcan de estos detalles el hecho con el que se encuentran es el mismo: una persona que necesita ayuda. Los dos primeros caminantes tenían una vinculación muy estrecha con la religión: un sacerdote y un levita. El primero tenía un oficio vinculado al templo, asociado especialmente a la ofrenda de sacrificios; el segundo, de la tribu de Leví, tenía el abolengo de los que Dios había destinado para el culto divino desde antiguo. Ambos tenían la prerrogativa ritual de declarar lo puro y lo impuro, y por eso, en ellos pesaba de un modo más severo que en el resto del pueblo judío la prohibición de tocar un cadáver o incluso acercarse a él (salvo si era de su propia familia). Podemos entender que, tras ver a aquel hombre necesitado en el camino, ellos pasan de largo para evitar entrar en impureza por el contacto con el moribundo. Su corazón interpreta los acontecimientos desde un determinado precepto religioso que, curiosamente preserva la cercanía con Dios, manteniendo la lejanía con una persona herida. De los samaritanos sabemos su enemistad con los judíos. El de la parábola, fuera de su tierra, ve al hombre tendido y siente una compasión que supera los prejuicios. Le separaba una hostilidad histórica, pero se aproximó a él por una fuerza mayor que renunció a cualquier prejuicio. Invirtió todo lo que tenía: su vino, su aceite, su cabalgadura, su dinero, su tiempo, sus preocupaciones… La historia del sacerdote y el levita se acabó con su rodeo al cuerpo lastimado, la del samaritano se prolongó unida a la del pobre hombre apaleado.
En el puesto del hombre malherido podemos entender cualquier persona necesitada de ayuda en nuestro camino. Resuena la pregunta del jurista: “¿Quién es mi prójimo?”, que puede interpretarse como: “¿Hasta dónde tengo que considerar a alguien como prójimo mío? Entonces la imagen anónima del hombre asaltado y con urgencia de auxilio puede convertirse para nosotros en el rostro conocido de alguien a quien debemos acercarnos para acompañarlo en sus carencias, en su aflicción, en su tristeza. ¿Qué bulle en nuestro corazón cuando lo vemos ahí tirado? Con los que reconocemos como próximos no habrá especiales dificultades para acercarnos, pero hay personas con las que no quiero un trato cercano. El verlas cerca de mí me pueden producir incomodidad interna, e incluso despertar sentimientos de rechazo. No importa excesivamente lo que hable el sentimiento, que a veces no es buen intérprete, sino lo que finalmente se haga. Para ello hay que acercarse al corazón de Cristo, misericordioso, que supera cualquier prejuicio de nuestro corazón y nos pide aproximarnos a quien lo necesita, aunque nuestras entrañas estén diciendo que demos un rodeo. El amor a Dios no tiene otro cauce que acercarse a la persona necesitada y darle lo que se tiene.
Este acercamiento hacia el otro, superando los criterios adversos de nuestro interior, nos proporciona la visión más real de la vida, porque es como mira Dios. En ese trato de cercanía se resuelve la preocupación por la vida eterna del maestro de la Ley que se acerca a Jesús. No solo ven los ojos con claridad, sino que también el corazón interpreta correctamente y las manos se tienden con acierto, porque se entendió desde el amor entrañable divino y no desde los criterios, tantas veces equivocados, con los que interpretamos la realidad y la deformamos a nuestro modo, a pesar de lo que vieron nuestros ojos.