Is 6,1-2a. 3-8: “¡Aquí estoy, mándame!”.
Sal 137: Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor.
1Co 15,1-11: Os recuerdo el Evangelio que os proclamé.
Lc 5,1-11: La gente se agolpaba en torno a Jesús para oír la Palabra de Dios.
Lo que ven los ojos culmina en la palabra. Contamos de lo nuestro y expresamos las experiencias, lo vivido. El sentido de la vista se asocia a ello, no solo por las imágenes que nos llegan de fuera, sino también porque lo que se despierta interiormente tiene carácter de visión. En general toda aquella experiencia que, como una fotografía, deja su imagen, su impronta, en nuestros adentros.
Lo que el profeta Isaías experimentó ¿fue literalmente una visión o más bien una experiencia de la gloria y el poder de Dios? Nos interesa el impacto que tuvo en él este acontecimiento y, sobre todo, sus consecuencias. Se vio pequeño, impuro y acabó engrandecido para ser portador de la Palabra divina; pertrechado además de la fuerza y la valentía para no temer ni acobardarse, ser audaz y dispuesto a no recortar ni reservarse nada de lo que el Altísimo le encomendaba.
La Biblia está sembrada de encuentros con Dios en manifestaciones grandiosas o sutiles. Se las llama “teofanías”, donde sobresalen las personales, de Tú a tú, como la que tuvo Isaías. Provocan un cambio en la persona que la experimenta para un oficio nuevo, como el de profeta, la toma de conciencia de la realidad o alguna actividad o misión especial. Mueven a una comprensión de la Palabra de Dios y a una transmisión a otros de esa Palabra. Dios habla y, antes o simultáneamente, se manifiesta, despierta los ojos para despertar la boca; se deja ver para que hablen de Él.
Entre las sensaciones principales por el encuentro con este Dios que se da a conocer: la pequeñez y la sensación de impureza (el reconocimiento de la condición de pecador). Entre las consecuencias del encuentro: la purificación, el deseo de cumplir con la voluntad de Dios, el arrojo para decir en nombre de Dios.
Jesús, el Nazareno, acercó tanto la visión de Dios para su pueblo, porque el mismo Dios se hizo visible en Él, su Hijo hecho carne. La vista más humana para contemplar lo más divino; aunque esto, para quien aprendiese a mirar y a ver. Siendo la Palabra de Dios todo Él iba manifestando con su solo estar las maravillas del Señor. Especialmente sus palabras, que hacía convocarse a multitudes para oírlo. Lo veían y lo oían. Se llevaban en sus adentros la experiencia del encuentro con este paisano que les hablaba de Dios. En el caso de Pedro y Santiago y Juan, les impresionó que la palabra del Maestro se cumpliera como una profecía exacta, provocando una pesca inaudita. Una Palabra tan inaccesible y, sin embargo, tan hecha próxima por Dios había llegado a lo cotidiano de Simón Pedro, a su barca, a sus redes, a su lago e hizo fecundo su oficio. Pedro se reconoció pequeño y pecador, y entonces Jesús capacitó para algo nuevo, un nuevo trabajo vinculado a la visión de Dios y al servicio a la Palabra. Es, tal vez, un requisito del Espíritu para convertirlo en amigo de Cristo y discípulo de su ministerio: reconocimiento de la pequeñez e incapacidad personales, conciencia de pecado y de necesidad de Dios.
Isaías, Pedro y Pablo, vieron y escucharon. Su vida fue configurada en torno esta visión y estas palabras. Y no dejaron de decir con su vida con su boca lo que Dios había hecho en ellos y lo que Dios les pedía que dijeran para que otros vieran y oyeran.