Jer 17,5-8: Maldito quien confía en el hombre.
Sal 1: Dicho el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.
1Co 15,12.16,20: Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados.
Lc 6,17.20-26: Vuestra recompensa será grande en el cielo.
El árbol no madura por empeño propio, ni siquiera la hierba más humilde consigue persistir autosuficiente sin amparo de la tierra, el agua y el sol. Tampoco, o menos aún, el hombre, necesitado de su Señor. Lo reconocía la Palabra de Dios en Jeremías con una expresión recia y provocativa: “Maldito quien confía en el hombre”. En otras palabras: el que cree que las capacidades humanas son suficientes para prosperar y vive así, está abocado al fracaso (como una planta sin tierra sin agua sin sol). Los ejemplos de las plantas son tan expresivos y reconocibles que cualquiera podría entender. Por eso aparecen reiteradas veces en las Sagradas Escrituras.
Ya fue motivo de polémica entre nuestros hermanos cristianos de los primeros siglos. Unos consideraban que bastaba una fuerza de voluntad suficientemente formada para que cualquier persona pudiera llegar a su meta (la plenitud o salvación). La ayuda divina o gracia aportaba un plus que facilitaba el camino, pero no era imprescindible. A esta idea antropológica se la conoció como “pelagianismo” por un tal Pelagio monje, al que se le atribuía su fuente de inspiración. La postura contraria lleva a considerar que cualquier intento humano de algo, incluso las obras caritativas, son infructuosas, porque lo único realmente fecundo es la gracia de Dios, que salva unilateralmente sin consideración de lo que se haga o deje de hacer. En este caso quedaría anulado el protagonismo humano en su propio destino. Habría que entender un equilibrio necesario entre fuerzas, humana y divina, con un co-protagonismo armonioso entre ambas que evite una polarización desnivelada donde hombre y dios sean rivales.
La clave que aporta san Pablo tiene que ver con la capacidad humana llevada a su máxima expresión y la ayuda del hombre a Dios fructificada en su éxito más patente. Es la resurrección. La resurrección de Jesucristo manifiesta cómo lo humano que se ha dejado modelar por el Espíritu es llevado por este mismo Espíritu a una situación que, sin dejar de ser humana, ha absorbido todo lo que le era posible de la divinidad. La intervención de Dios ha obrado maravillas y, sin ella, la carne humana perecería.
Lo que se busca hoy con la promoción del autoconocimiento y la autoestima, la potenciación de las capacidades propias (incluso las desconocidas), el control de emociones y la gestión de las adversidades es destacar la valía humana y poner en funcionamiento suficiente sus recursos. Es peligroso y, más aún, frustrante tratar de vivir con madurez teniendo presente solo esta dimensión. La responsabilidad de nuestro éxito dependería solo de nosotros y, de no conseguirlo, tendríamos toda la culpa del fracaso. Ciertamente podemos conseguir grandes cosas, pero, igualmente, nos damos cuenta de nuestras incoherencias, multipolaridades y cuestiones insuperables ante las que nos sentimos impotentes. El árbol no puede subsistir sin ayudantes externos que no son árbol, pero que, recibidos oportunamente, formarán parte de él.
El discurso de las bienaventuranzas causa temor y temblor al que quiera ser fiel a Jesucristo. Si aquí se condensa su mensaje y vida, y nos lo presenta con la condición para llegar a la felicidad, podemos concluir que es prácticamente imposible, salvo para unos pocos. Con lo cual, la mayoría nos veremos superados por una realidad inalcanzable y frustrante. No podríamos cumplir con el compromiso espiritual que se nos propone. Sin embargo, las bienaventuranzas que nos presentan los evangelios de Lucas, en esta ocasión, y Mateo, la versión más amplia y conocida, invitan a caminar hacia ellas como algo en proceso paulatino. Y no es un camino solitario, ni de solo humanos, sino con la compañía de Dios, que lleva de la mano, da vida y fuerzas con su Espíritu y lleva a plenitud aquello que nosotros hemos ido trabajando y recibiendo. De nuevo tierra, agua y sol, sí, pero para la prosperidad el árbol, que no dejará de serlo y podrá llegar a su madurez y perseverar. La ayuda de Dios va más allá, porque forma una armonía tan exquisita y bella con lo humano que es capaz de hacer que lo humano, empapado por la gracia divina, pueda vivir para siempre en condiciones de la máxima felicidad. Esto es la Resurrección del Maestro, esto es lo que ha traído como consecuencias su Resurrección, esto es lo que da sentido a nuestra vida, porque, si no resucitamos, nuestro árbol, lo que somos, está condenado a la muerte y la desesperación, un sinsentido para nuestras aspiraciones y esperanza.